SIGLOS Y LEGUAS DE ESPANA

Entre las rutas del turismo español hay dos que despertaron mi interés: la de la Hispanidad y la de los Conquistadores. Ambas recorren la misma región con diferencia sólo de algunos pueblos. La Ruta de la Hispanidad parte de Madrid y después de cruzar las Arenas de San Pedro llega al monasterio de Yuste para entrar luego a Palencia, Cáceres, Trujillo, Guadalupe y, ya de vuelta, por Talavera de la Reina y Oropesa. La Ruta de los Conquistadores recorre esos mismos lugares pero no llega al monasterio de Yuste ni a Palencia. La estrechez del tiempo de que pude disponer para estas andanzas, me decidió a elegir la Ruta de la Hispanidad, con exclusión de la Ruta de los Conquistadores, pues Yuste y Palencia acuciaban mi interés. Y así fue como una mañana de domingo del mes de agosto en que el calor de un verano áspero y contumaz da sus últimos ramalazos, salí de la antigua villa y corte del oso y del madroño, y desde la calle de Medinacelli, próxima a las Cortes, emprendí el camino de Extremadura.

A menos de doscientos kilómetros de Madrid, la Sierra de Gredos levanta sus macizos erizados de riscos y picachos, que en meses invernales se cubren de nieve. Los verdes pinares erguidos y rígidos en formación militar a ambos lados del camino, embalsaman el aire con su resina mientras los arroyos se despeñan cantando entre las piedras. Ya medida que avanzamos se suceden parcelas torturadas en la violenta erupción del arado; pastizales mustios y amarillentos de solazos; hileras de chopos que parecen saludarnos al paso con sus hojas inquietas como manos amigas agitadas en jovial y alegre despedida, bajo un cielo azul que, en lo mis alto de los cerros, dejó prendido un vellón de su esquila.

Y así se van alternando entre fértiles valles cercados a lo lejos de riscos y picachos que hieren y punzan el cielo azul y terso, pinares verticales, robledales umbríos y frescos, encinares frondosos, el alegre follaje inquieto y trémulo de los chopos y los blancos caseríos dispersos en la pedrería de los cerros como en un ingenuo paisaje navideño; y al final de la ruta, el impresionante espectáculo de la Sierra de Guadalupe con aquella torturada y loca geología de erizadas y altísimas montañas cortadas a pico como esa orografía que gustaban pintar los flamencos primitivos en las tablas que en primer plano representaban místicas escenas de los Evangelios.

Antes del mediodía, al llegar a un valle, nos hémos detenido junto a un muro de piedra dentro del cual no se ve ninguna muestra de arquitectura ni de la más modesta vivienda. Es un terreno raso, sin un árbol siquiera para amparamos de los rayos del sol. Pero sobre el dintel de la única puerta guardada por su correspondiente portero, se lee incisa en la piedra una inscripción según la cual "En este lugar fue jurada Doña Isabel la Católica por princesa y legítima heredera de los Reinos de Castilla y de León ello, de diciembre de 1463". Estamos frente a los famosos toros de Guisando. Es, sin duda, un lugar histórico y el acontecimiento que recuerda, de gran trascendencia en la historia de España. Pero he aquí que frente ala hilera de estos animales toscamente tallados en la piedra por hombres de una cultura extinguida y muerta hace muchos siglos, nuestra imaginación, más que en el episodio histórico del juramento, se concentra y fija en estas figuras de piedra.

En España hay una gran cantidad de estas figuras monolíticas. Su número excede de trescientas. Representan, a veces, toros, pero hay también representaciones de verracos o cerdos, de jabalíes y a veces de animales que no se han podido caracterizar con certeza. Algunas de estas figuras se conservan en las necrópolis de los celtas, que invadieron la península ibérica por Andalucía y llegaron hasta el noroeste donde se establecieron sin mezclarse con los pueblos primitivos que habitaban esa región.

La primera invasión se realizó mil años antes de Cristo. Vinieron desde el Asia Central y se extendieron por Europa hasta más allá del Rin y del Danubio, desalojando atas belgas, del mismo origen que los invasores, que bajan y se refugian en la zona de Galicia y Portugal. La segunda invasión se produce por el Mediterráneo y por el alto Aragón y la tercera por Roncesvalles. En la meseta española los invasores se mezclan con los antiguos íberos.

A los celtas se les atribuye la talla de estas figuras de piedra con lo cual, la representación del toro en España se remonta a épocas prehistóricas. En Mallorca se han hallado varias cabezas de toro en bronce y fragmentos de cuernos asimismo de bronce. La llamada "Bicha de Balazate" representa como en Asiria, un toro con cabeza humana; y es sabido que el toro está vinculado a un antiquísimo rito solar, como el cerdo o verraco y el jabalí lo están a las divinidades subterráneas.

En Braza, la famosa villa de Extremadura, patria del insigne gramático don Francisco Sánchez, llamado el Brocense, existe la tradición del "toro de San Marcos", que quizá venga a pelo recordarla en esta divagación taurina.

En los aledaños le la villa existía una ermita consagrada a venerar a San Marcos; donde, durante siglos, el 24 de abril de cada año, víspera de la festividad del evangelista, el pueblo, según la tradición, contemplaba un espectáculo extraordinario. El mayordomo de la cofradía, después de comulgar se dirigía a un campo próximo donde pastaban las reses que los devotos donaban a San Marcos y señalando a uno de los toros bravos y salvajes, le decía; "Marcos, ven acá que ya es hora". Y dicen que el animal, a pesar de su bravura, corno un manso cordero le seguía hasta la iglesia; asistía a los oficios religiosos; recorría las caries del pueblo con los cofrades que pedían limosna para la fiesta, y al día siguiente, después de acompañar la imagen llevada en procesión por las calles del pueblo y de asistir a la Misa cantada, esperaba mansamente que le dieran la orden de volver al prado diciéndole: "Marcos, vete", que al oírla emprendía una veloz carrera hasta reunirse con las otras reses en el prado del ejido. Pero esto no es nada. En el siglo XI, bajo pena de excomunión, se prohibió la realización de esta tradicional ceremonia, ante la sospecha de que en ella hubiera un fondo pagano y diabólico: sin embargo, en la víspera del patrono se apareció un toro en la iglesia, sin que nadie le llevara y así siguió "el toro de San Marcos" participando de las fiestas del santo hasta que en la invasión napoleónica se destruyera la ermita.

El culto solar del toro representado en las escenas de tauromaquía de Cnossos, donde figuras de hombres y de mujeres desnudas aparecen frente a un toro, hacer la "suerte de banderillas" o saltarle de frente ya lodo lo largo del animal, no se habrá perpetuado con los "banderilleros" y los que saltan con la garrocha sobre el cornúpedo, en una remotísima y desconcertante supervivencia en las actuales corridas de loros que, como dicen en España, para ser perfectas, necesitan de un sol radiante y abrasador de pleno verano.

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Pero… esto ya es harina de otro costal. El moderno y pesado artilugio que jadea en cuestas y repechos me ha depositado al pie del monasterio de Yuste donde pasó sus últimos días Carlos V, que en esta bendita tierra de España las excursiones se hacen por siglos y por leguas, y la vista del famoso retiro monacal del emperador me ha hecho descender bruscamente varios siglos, desde la época a que me remontaron aquellos toros de piedra de Guisando.

Ahora estamos en el siglo XVI. Una época más concreta, desde luego, que los remotísimos y brumosos tiempos de los celtas invasores que nos permite evocar exactamente, con sus propias fisonomías y caracteres y su propia indumentaria, la caravana que llegó una fría tarde de invierno a las ruedas de la iglesia que ahora me abre un monje jerónimo, con el mismo cerquillo y el mismo tosco sayal blanco de cogulla y escapulario pardos que vestían los monjes del siglo XVI que recibieron al emperador bajo el dintel de esta misma puerta entonando el tedéum.

Eran las cinco de la tarde del 3 de febrero de 1557. El emperador doliente y achacoso había hecho el viaje en tina litera a hombros de su servidumbre. Venían con él los que le seguían desde Flandes a su servicio y de los que sólo quedarían algunos en su compañía. Las campanas del monasterio se han cebado a vuelo y en medio de una doble lila de monjes que salmodían acompañados del órgano, y que marchan flanqueando al emperador más grande, llegan hasta las gradas del altar donde se estremecen las llamas de los cirios como si hasta ellos llegara el crudo viento de la sierra nevada, mientras los campesinos del lugar atisban absortos, apiñados en la nave de la iglesia. Y después del besamanos ene que algunos monjes le tratan de Vuestra Majestad y otros de Su Paternidad, se dirige a su palacio junto a los claustros, tinos pocos cuartos casi desmantelados colijo las celdas de los frailes. En la terraza del frente, hasta donde Carlos V subía por una rampa, pues sus achaques no le permitían subir los peldaños de las escaleras, se lee esta inscripción:

"Su Majestad el emperador Don Carlos Quinto nuestro señor, en este lugar estaba asentado cuando le dio el mal a los treinta y uno de agosto a las cuatro de la tarde. Falleció a los veintiuno de setiembre a las dos y media de la mañana. Año del Señor de 1558".

Próximo al monasterio se conserva el castillo del conde de Oropesa, donde Carlos V se alojé durante varios meses mientras terminaban su alojamiento en Yuste. Restaurado convenientemente se ha convertido en un moderno y confortable parador nacional que lleva el nombre del emperador, y donde en varias ocasiones recibió la visita, desde tan santo como San Pedro Alcántara hasta las grandes figuras del mundo político y social de su tiempo, como el duque de Gandía, la reina del Hungría y el príncipe de Eboli. El castillo conserva sus mismas murallas, sus torres almenadas y su adarve. Allí nos alojamos mientras la noche contemplaba el paisaje con cl monóculo de su luna llena y los grillos cantaban en los exóticos tabacales que rodean el castillo.

Al día siguiente emprendimos ja marcha por las feraces tierras de labor con los restos de la reciente trilla; por los huertos de naranjos, limoneros e higueras, castaños, avellanos y nogales; por los valles ubérrimos, con nogales y fresnos, regados por cristalinos arroyos que serpentean bajo la umbría de los sauces, entre los enhiestos picachos de Gredos y de cerros empinados y agrios que vieron desfilar la caravana del emperador hacia su voluntario destierro. Se encabritan y saltan en un corcovo geológico los cerros alazanes y las tomas bayas bajo un cielo transparente y diáfano. Pasamos por antiguos caseríos de muros de piedra roídos por los siglos, con torres de castillos en ruinas, que vieron pasar hace cuatro siglos, con rumbo a las vírgenes tierras de ultramar, u n puñado de mujeres encabezadas por aquella mujer legendaria, doña Mencía Calderón, que a la muerte de su marido el Adelantado del Río de la Plata don Juan de Sanabria, se pone al frente de la más dramática y heroica expedición que saliera de España para fundar hogares en las remotas y desoladas tierras del Paraná y del Paraguay, y así llegamos a Plasencia, una ciudad de ensueño, con su magnífica catedral donde Maleo Alemán talló la sillería del coro y representó en los asientos y en el brazo de las sillas con un asombroso y desconcertante realismo, todos los pecados mortales, mientras en el respaldo tallé las más candorosas y místicas escenas.

Después de Plasencia, la tierra cubierta por el manto ocre que le dejó la trilla, se estira y despereza a lo largo y a lo ancho y descubre por fin!, la línea recta de un horizonte brumoso y lejano, y nos lleva hasta Cáceres y Trujillo, ciudades de conquistadores como Pizarro; ciudades de un encanto y sugestión indescriptible, que el desaprensivo turismo y el "escalamiento a nivel europeo" borraran inexorablemente; y, por último, Guadalupe donde se venera la imagen de la virgen a quien se encomendaron el trances apurados los tripulantes de Colón, quien llegó en cumplimiento del voto colectivo con un cirio encendido hasta las gradas del altar guadalupano.

Al regresar al punto de partida, después de pasar por Talavera de la Reina, hacemos un alto en el castillo de Oropesa donde naciera Don Francisco de Toledo, virrey del Perú; y luego… Madrid. Los autos, los ómnibus, la minifaldas y la música ye-yé, después de este viaje en siglos y leguas, me han vuelto a la realidad. Me siento en la terraza de un café en la terraza de un café y hojeo un diario: bombardeos en Vietnam; rebelión de los negros que viven hacinados y miserables en los "ghettos" de los Estados Unidos; la revolución cultural en China; la bomba atómica… Sí; indudablemente ya estoy de lluevo ubicado en pleno siglo XX después del nacimiento de Cristo.


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